lunes, 2 de agosto de 2010

La banca vende más caros los pisos que las agencias y los particulares.


Ya se sabe que cuando se juntan el poco entendimiento y la mala fe suelen surgir los mitos. Uno en particular se escucha mucho estos días: la tauromaquia es un componente fundamental de la cultura española. A partir de ese principio se destinan al menos 500 millones de euros de dinero público a la industria taurina, cuando la última encuesta que se hizo al respecto en el 2007 demostró que solamente el 18% estaba de acuerdo en subvencionar los festejos. Pero todo sea por la cultura española. Si los clásicos levantaran la cabeza…

…De hecho, si la levantaran, no se reconocerían en semejante compañía. Poca suerte ha tenido la lidia entre los grandes creadores españoles. La última vez que una corrida aparece en una obra de ficción de importancia es en una novelita morisca incluida en la Primera Parte del Guzmán de Alfarache: el “torero”, Osmín, es el héroe, pero es bien conocido que, incluso en la corriente maurófila europea de la época, los moros de la literatura son gente noble pero demasiado apasionada y un tanto primitiva. Cervantes no menciona corridas (o su equivalente en la época), como tampoco lo hace Góngora. Quevedo sí, para condenarlas como un sucedáneo cobarde de la guerra: lo que un español “de bien” tenía que estar haciendo en 1643 era matar protestantes en Flandes y catalanes donde los pillara, no toros en las plazas.

Después, cuando la práctica del toreo se va pareciendo al modelo actual, más de lo mismo. Goya los pinta, claro, pero también pinta Borbones, majas, desastres de la guerra, empalamientos y parricidios caníbales. Larra los desprecia, como hacen los noventayochistas, entre ellos el sevillano Machado, que sueña con una Sevilla “sin toreros”. Ausentes se hallan de la obra de Juan Ramón Jiménez, de la de Cernuda y del gran bestiario que es la poesía de Aleixandre. Y en la Región de Juan Benet ocurren numerosas atrocidades, pero clavar banderillas no es una de ellas.

¿Que hay un runrún continuo de gente mediocre celebrando los toros a través de los años? Es indudable. ¿Que gente conocida en su tiempo y perfectamente insignificante en el vasto panorama internacional del pensamiento y el arte los defiende? Hay que estar ciego para no verlo: por ahí circulan y escriben y hacen declaraciones Carlos Marzal o Fernando Savater. ¿Que Picasso pintó toros? Pues sí, y que volvió al tema una y otra vez, también. Sin ellos su status en la historia del arte sería exactamente el mismo. ¿Y Lorca, oiga, y Lorca? ¿No escribió una gran elegía por la muerte de un torero andaluz amigo suyo? La escribió, en efecto. Si se lee con una mínima atención se aprecia que Lorca se niega a participar en el festejo, que es cosa de las masas bárbaras, de “las madres terribles”, y que si se celebra a Sánchez Mejías, bético y con muchos vínculos con los círculos masones contemporáneos, no es por sus actividades como matador, sino por ser paradigma de todo lo mejor de la burguesía liberal andaluza de la época.

La cultura y la tradición artística de un país son obviamente mucho más que sus grandes artistas, literatos y pensadores. Sería profundamente elitista afirmar lo contrario. Pero también sería un error dejar que se usen a los clásicos como coartada: la tauromaquia no es principio vertebrador de nada, ni del arte ni de una identidad (inventada, contingente, accidental… como todas) que merezca la pena conservar. Lo revela, sin pretenderlo, el Estatuto andaluz, ése que no rompe España como sí hace el de ya sabemos qué gente. Tal y como reza en su artículo 37, un principio rector de las políticas públicas será la protección del patrimonio cultural y artístico andaluz, “especialmente el flamenco”. De los toros, perdónenme el chistecillo fácil, no dice ni mu.

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